Esperando el metro para subir al Parque Arví, decido tomármelo con calma, y sentarme en una de las butacas de la Estación Aguacatala para hacer lo que muchas veces suelo hacer y disfruto: ver a la gente tan diversa que pasa, traducir desde sus ademanes sus historias y ponerme por unos segundos en sus zapatos.
Entonces, entre ese ejército de personas que sube y baja de los vagones, veo a alguien que va con bastante prisa; otro, aunque no lleva más que la ropa puesta, parece cargar un duro fardo en su espalda; una pareja, como yo, está curiosa por observar los ademanes de los que van y vienen; una mujer muy joven lleva en sus brazos un bebé de meses, mientras se aferran a su falda dos niñas con aspecto de gemelas y con mochilas que doblan su peso.
Una universitaria enciende su portátil, y parece que adelantara alguna tarea de su facultad. A cada arribo y salida de los trenes, un joven policía repite esmerado desde los altavoces las recomendaciones de cultura ciudadana y de cuidado con el metro. Pasa la señora con el trapero, y levanto mis pies para facilitarle su tarea. Alguien, con los ojos cerrados y en posición relajada, dibuja una plácida sonrisa en su boca. Me pregunto qué historia podría estar suscitando esa sensación de fontana.
Entonces llega a mis cavilaciones la visión de esa postura en la que fácilmente caemos: la sensación de que todo gira alrededor de nosotros, que somos el eje de los espacios en los que circulamos y vivimos, que la nuestra es la única historia verdadera, la única de carne y hueso, que somos la esencia, y todo lo de fuera es invisible o circunstancial.
La verdad es que en tantas otras personas que vemos pasar a nuestro lado hay historias tan gruesas, tan crudas, tan duras, tan formidables, tan meritorias, tan dolorosas; otras tan llenas de alegría, quizás más que las nuestras.
Por eso valdría la pena empezar a mirar, no por encima del hombro, sino de forma horizontal, para ver que en cada esquina del mundo hay otro ser humano, otro foco, otra historia que quizás nos perdemos por nuestra temprana ceguera.
Seguramente, cuando logremos sentir que no somos el ombligo del mundo ni el centro de las cosas, empezaremos a ver la vida de otro tono, saldrán a flote sensaciones de sentir colectivo, que le darán contundencia a nuestra propia identidad, porque, entonces, habremos entendido que el yo amurallado que construimos es sólo una barrera que nos margina del pulso real de la vida. Cuando logremos conjurar el síndrome de ombligo, encontraremos nuestra verdadera identidad, de sentir colectivo y plural, que se entiende en relación con otros, zambullida en historias de otros.
Óscar Henao Mejía
Tomado de El Colombiano. Publicado el 23 de septiembre de 2011
Una excelente comprensión de empatía
LUISA FERNANDA GÓMEZ A.
Psicología
e-mail: psicologia@ideartes.edu.co
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